[A torinói ló, 2011, Béla Tarr & Ágnes Hranitzky]
Cuando Málevich pintó el Cuadrado negro se habló de la muerte del Arte. Si he visto alguna película de la que se pueda afirmar algo parecido respecto al Cine, es posiblemente El caballo de Turín. Seguramente no sea la única (como en el caso de Málevich, en lo que es por otro lado un enunciado obviamente debatible), pero no conozco ninguna otra que se nutra tan brutalmente del concepto de la muerte. La muerte del ser, la muerte de la vida, la muerte del mundo, la muerte del texto, y también la muerte del cine. Al comienzo de la película se cita la anécdota que la inspiró. Un día de 1889 en Turín, Friedrich Nietzsche vio a un cochero que espoleaba y azotaba sin piedad a su caballo, agotado y al límite de sus fuerzas, que se negaba a moverse. Tremendamente conmovido, el filósofo rompió a llorar y se abrazó al animal hasta caer inconsciente. Después de este episodio, Nietzsche perdió la cordura y no volvió a pronunciar palabra hasta su muerte diez años después. Nada de lo que rodea El caballo de Turín escapa a su contagiosa y destructiva agonía, ni siquiera el propio Béla Tarr, que ha manifestado que es el final de su camino como cineasta. Como Nietzsche, el director húngaro se retira con este su noveno largometraje, un canto del cisne aterrador.
En El caballo de Turín hay un caballo (que podría ser el mismo que el de Nietzsche, o simplemente un símbolo) y sus dueños, un viejo campesino y su hija que habitan una mísera choza en medio de la absoluta nada, un paraje inhóspito cubierto de hojarasca y azotado por vientos ululantes. Utilizar la palabra “argumento” para hablar de esta película no me parece lo más adecuado; lo cierto es que en ella se narran acontecimientos, aunque mínimos, pero es más bien un observar del expansivo vacío y oscuridad en la que los campesinos viven. Se alimentan de patata hervida y no hablan entre ellos. El caballo con el que el hombre suele ir a trabajar se niega a comer y a moverse, de modo que se ven de alguna manera confinados en la casa, que inexplicablemente no pueden abandonar cuando, una mañana, el pozo aparece – también inexplicablemente – repentinamente seco. La pobreza no es ni mucho menos lo que le interesa al film, ni tampoco la incomunicación, ni siquiera la soledad. En su rudeza y minimalismo, los campesinos encarnan a los últimos habitantes del universo en el último rincón del universo; son como un cuerpo en coma en el que ha desaparecido todo excepto las funciones vitales finales. Más allá de ellos, no hay nada. El cineasta despliega un portentoso expresionismo visual para mostrarnos el fin del mundo (que transcurre en seis días, el mismo tiempo en que Dios lo creó), que se desvanece en silencio, en calma, con lentitud, pero imperturbable, imparablemente. No hay reflexiones filosóficas o morales, no hay sentimientos, ni belleza, ni dolor. Solo está la muerte misma.
Técnicamente, El caballo de Turín está en plena y magnífica consonancia con su apocalíptica visión: la película la conforman treinta únicos planos secuencia (muchos de ellos prácticamente estáticos), una banda sonora sublime, ominosa (una melodía de cuerda fúnebre y hechizante, mezclada con los aullidos del viento que no cesa de soplar) y una espectacular fotografía en blanco y negro que cobra vida propia y se hace respirable, palpable, dándole mil vueltas al 3D. No es solo recomendable, sino casi imprescindible verla en pantalla grande para aprovechar al máximo su envolvente atmósfera [en un gesto de bastante audacia, El caballo de Turín ha sido distribuida en España por Paco Poch Cinema, y sorprendentemente todavía puede verse en dos cines, Luchana en Madrid y Girona en Barcelona]. Una de las películas más absolutas, demoledoras y radicales que se han hecho nunca.
Puntuación: 4,5 / 5
Lo mejor: su extremismo, el cine llevado a su ultimísima expresión.
Lo peor: su visionado requiere mucha, muchísima paciencia.
Es extraño lo que me ha pasado con esta película. Es un film muy lento y sin argumento, pero no me ha aburrido en ningún momento. Béla Tarr consigue transmitir ciertas sensaciones sin recurrir a la narrativa, únicamente con la imagen... y no sabría razonar CÓMO lo hace, pero lo consigue. Hay algo en la forma de rodar la película que consiguió no solo que no me aburriera sino que sintiera algo que no sabría describir, quizás cierto malestar o inquietud. Y es algo que está en las imágenes, porque ni hay argumento ni se explica por qué pasa lo que pasa. Supongo que es eso que dices de cine a su última expresión.
ResponderEliminarQuizás no me ha parecido tan magistral como a ti, pero es una grandísima película, sin duda.
Sí, es algo indescriptible, pero de "El caballo de Turín" lo que me fascina es que es como una especie de tornado, una tormenta en el desierto, que te atrapa y no te suelta. Es como contemplar un fuego ardiendo o un mar embravecido: todo el rato lo mismo pero absolutamente fascinante. Elementos como el viento, la música, o escenas como la del vecino y su discurso apocalíptico son impagables.
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